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TANCHO, O-WASHI Y SHIMA-FUKURO

BELLEZA, FUERZA Y SILENCIO

Aterrizamos en el aeropuerto de Kushiro una mañana de febrero con buen tiempo y frío, aunque no tanto como esperábamos ni como debería ser habitual alrededor de estas fechas en la isla de Hokkaido, la más septentrional de las cuatro islas principales de Japón. Parece que cada día y en cualquier rincón del mundo los signos del cambio climático se hacen evidentes: en ningún sitio hace el frío que solía hacer. Eso sí, el paisaje es totalmente blanco. Hokkaido es donde más nieva a su latitud, apenas un poco más al norte que la península ibérica.
 

Tina y Toru (Akashi Travel), ella española y él japonés, una pareja muy avenida y guías para grupos reducidos que quieran conocer Hokkaido sin demasiadas prisas ni complicaciones idiomáticas, tienen lista una magnífica furgoneta que nos permitirá trasladarnos de un lugar a otro cómodamente.

Nos adentramos hacia el interior, hacia la zona donde se concentra buena parte de la población de las veneradas grullas manchú (Grus japonensis) durante el invierno. Veneradas desde siempre por japoneses y chinos como símbolo de longevidad, lealtad y buena suerte, aunque esto no ha evitado el interés por esta especie como alimento ni, por lo tanto, ¡que se cazaran hasta no hace mucho! Y, más recientemente, veneradas por ornitólogos y fotógrafos, que anualmente peregrinamos hasta estas tierras con la ilusión de disfrutar del espectáculo de sus bailes, de avistarlas cuando sale el sol entre las finas nieblas y de escuchar sus voces antes de descubrir por dónde se están acercando, volando, hacia los concurridos puntos de alimentación suplementaria.

La suerte nos acompaña y, a mitad del camino, en un campo de color blanco inmaculado, descubrimos un pequeño grupo de grullas descansando, alineadas en la mejor posición para fotografiarlas en el escenario ideal. ¡Y estamos solos! Desde el bosque que hay al fondo se acerca un zorro, una especie bastante abundante en esta isla y que se deja ver con frecuencia en pleno día.

En la madrugada más fría del viaje, a menos de diez grados bajo cero, unos cincuenta fotógrafos nos acercamos al puente de Otawa, el mejor mirador sobre los meandros del río Setsuro, donde suelen pasar la noche unas 150 grullas, ya que el agua está templada gracias a las surgencias termales que hay cerca. Con los primeros rayos de sol, el vapor se condensa y forma nieblas doradas entre las dos hileras de árboles que enmarcan el grupo de grullas, que, a su vez, comienzan a despertarse y a emitir sus característicos gritos. Al cabo de un rato, parece que se vayan sacudiendo el sueño y algunas saltan haciendo unas tímidas muestras de su baile nupcial. El hueco entre fotógrafos que he conseguido en el puente ha sido gracias al buen hacer de Marc, un fotógrafo que cada año lleva grupos reducidos a disfrutar de este espectáculo y que, muy generosamente, se aprietan para hacerme sitio.
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